Cuidar la vida: desafíos y prácticas en tiempos de desigualdad

Vol. 26, núm. 3 mayo-julio 2025

Cuidar la vida: desafíos y prácticas en tiempos de desigualdad

Luis Ernesto Cruz Ocaña, Jania E. Wilson González y Carolina Rivera Farfán Cita

Resumen

Desde las primeras décadas del siglo xxi, y tras la pandemia por Coronavirus, hemos reflexionado sobre la vulnerabilidad de nuestros cuerpos humanos y la necesidad de incorporar prácticas de cuidado en nuestra vida cotidiana. Estas prácticas, centradas en la prevención, mantenimiento y recuperación de la salud física, emocional y mental, incluyen el acompañamiento de personas que requieren atención especial. Este artículo aborda debates actuales sobre el cuidado y el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad corporal, enfocados en cómo influyen en la organización diaria de la vida familiar y las prácticas de cuidado en espacios privados e íntimos. A través de experiencias etnográficas, se propone una reflexión ético-política que busque transformar los esfuerzos fragmentados en “políticas de cuidado” hacia un “sistema de cuidados” integral, particularmente en contextos desiguales como los latinoamericanos.
Palabras clave: cuidado, vulnerabilidad, desigualdad, prácticas sociales, bienestar.

Caring for life: challenges and practices in times of inequality

Abstract

Since the early decades of the 21st century, and following the Coronavirus pandemic, we have reflected on the vulnerability of our human bodies and the need to incorporate care practices into our daily lives. These practices, focused on the prevention, maintenance, and recovery of physical, emotional, and mental health, also include the support of individuals who require special attention. This article addresses current debates on care and the recognition of our bodily vulnerability, focusing on how they influence the daily organization of family life and care practices in private and intimate spaces. Through ethnographic experiences, an ethical-political reflection is proposed to transform fragmented efforts in “care policies” into a comprehensive “care system,” particularly in unequal contexts such as those in Latin America.
Keywords: care, vulnerability, inequality, social practices, well-being.


El cuidado en nuestra vida cotidiana

A partir de las primeras décadas del siglo xxi, y con mayor intensidad tras la pandemia de covid-19, hemos comenzado a pensar de forma más profunda en esa dimensión de fragilidad que atraviesa nuestros cuerpos. La experiencia colectiva del virus nos obligó a mirar de frente nuestra vulnerabilidad, y con ello, a reconocer la urgencia de incorporar, en la vida cotidiana, prácticas de cuidado. Prácticas que hoy buscan prevenir, mantener o recuperar la salud —física, emocional y mental—, pero también acompañar a quienes, por distintas razones, necesitan de otros para sostener su bienestar.

El pensamiento contemporáneo —desde la filosofía, la sociología y la antropología— ha hecho del cuidado un objeto central de reflexión. Comprenderlo desde esta perspectiva, reconociendo la corporalidad vulnerable que nos habita, permite enfocar la atención en las redes de apoyo que tejemos en la intimidad de los hogares, en los vínculos familiares, en las tareas invisibles y cotidianas que garantizan la vida. Esto abre paso a una pregunta ética y política urgente: ¿cómo imaginar, desde el Estado y las comunidades, un sistema de cuidados más justo y articulado? Un sistema que supere la fragmentación de las llamadas “políticas de cuidado” y se asuma como una responsabilidad compartida, sobre todo en sociedades atravesadas por la desigualdad como las latinoamericanas (Alonso et al., 2021).

En este texto presentamos algunos de los principales ejes que han animado los debates recientes sobre el cuidado. Lo hacemos desde una mirada situada, entretejiendo teoría y experiencia, y recuperando casos que ilustran cómo se vive, se distribuye y se disputa el cuidado en contextos concretos. Hablaremos de la vulnerabilidad como condición humana ineludible; de la desigualdad en las necesidades y formas de cuidado; y de las tensiones que emergen cuando estas tareas recaen, una y otra vez, sobre los mismos cuerpos.

De la vulnerabilidad a los cuidados

La vulnerabilidad no es una excepción: es la norma. Todos y todas somos vulnerables. Pero esa fragilidad no se distribuye de manera uniforme. Hay cuerpos más expuestos, vidas más frágiles, existencias que transitan con menos garantías por un mundo que no fue pensado para ellas. Esas vidas —a menudo marcadas por la pobreza, la exclusión o el racismo— necesitan no sólo cuidados específicos, sino una reconfiguración constante de sus formas de habitar el día a día. En muchos casos, son personas —unidas por lazos de sangre o de afecto— quienes se organizan para asegurar que esas vidas sigan adelante.

La vulnerabilidad, entonces, no puede entenderse sin considerar los contextos sociales, políticos y económicos que la producen y la reproducen. No es sólo una condición biológica, si no una experiencia estructurada por relaciones de poder. Como ha señalado Sembler (1219, p. 7), “la experiencia de vulnerabilidad que define a toda existencia corporal debe ser entendida también como una vulnerabilidad social y políticamente estructurada”. Dicho de otro modo: nuestros cuerpos, por el simple hecho de estar en el mundo, están expuestos al daño, pero ese daño no se reparte al azar. Algunos lo enfrentan con más frecuencia, con menos protección, con peores consecuencias.

La pandemia no hizo sino confirmar esa realidad. Las desigualdades preexistentes se profundizaron, y los sectores históricamente desprotegidos fueron, una vez más, los más afectados. Basta pensar en las personas que trabajaban en lo que se definió como “actividades esenciales”, como quienes laboran en el campo. Muchos trabajadores agrícolas asalariados —en particular migrantes centroamericanos— continuaron sus labores en condiciones de riesgo extremo, sin equipo de protección, sin acceso a vacunas, y muchas veces, hacinados en campamentos improvisados. Esto ocurrió, por ejemplo, en las plantaciones de plátano y café del Soconusco, en Chiapas (ver Fotografía 1) (Choy-Gómez y Wilson, 2020).

Jornada de salud

Fotografía 1. Jornada de salud en plantaciones bananeras del Soconusco, Chiapas.
Crédito: Wilson, octubre 2020. En la imagen se observa cómo los/as cortadores/as de café, de distintas generaciones, no habían recibido ningún tipo de insumo de protección para disminuir las posibilidades de contagio de COVID-19.

Este ejemplo nos permite enlazar otra categoría central: el cuidado. El cuidado no es sólo una práctica: es un principio que sostiene la vida. Implica acciones concretas que permiten que el mundo —nuestros cuerpos, nuestras casas, nuestras relaciones— siga funcionando. Fischer y Tronto lo definen como “una actividad de especie que incluye todo aquello que se hace para mantener, continuar y reparar el mundo de tal forma que se pueda vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye el cuerpo, el propio ser y el entorno, todo lo cual se cultiva para entretejer la red compleja que sustenta la vida” (citado en Ausín y Triviño, 2022, p. 160).1

Si lo pensamos así, queda claro que todas y todos participamos en el cuidado en algún momento de nuestras vidas. Recibimos cuidado, damos cuidado, nos cuidamos. Sin embargo, esa aparente familiaridad puede llevarnos a trivializarlo. ¿Qué entendemos realmente cuando hablamos de cuidado? ¿A quiénes reconocemos como cuidadores? ¿Quiénes tienen el privilegio de recibir cuidado digno?

Vivimos en un contexto donde los valores de productividad, autosuficiencia y competencia se han instalado como ideales deseables. Bajo esta lógica, quienes no se ajustan a ese modelo —por edad, enfermedad o discapacidad— son vistos como una carga. El cuidado, entonces, se reduce a una práctica compasiva, casi caritativa, dirigida a personas “dependientes” que interrumpen la marcha “normal” de la vida.

Pero el cuidado es mucho más que eso. Nos permite pensar, desde lo cotidiano, en las desigualdades de género, en la distribución injusta del tiempo y los recursos, en las múltiples estrategias que las personas —sobre todo mujeres— despliegan para sostener sus vidas y las de los demás. También nos enfrenta a tensiones más estructurales: ¿quién cuida cuando el Estado se retira? ¿Qué papel juegan el mercado, las redes comunitarias, la familia?

Como señalan Faur y Pereyra (2018), estas preguntas abren el debate sobre los arreglos sociales del cuidado: quién lo realiza, bajo qué condiciones, con qué apoyos o ausencias. Porque cuidar —aunque sea una necesidad humana universal— se ha convertido, en muchos casos, en una tarea solitaria, invisibilizada y profundamente desigual.

El cuidado como trabajo: una distribución inequitativa

El estudio de los cuidados comenzó a ganar relevancia a partir de la década de los ochenta, especialmente cuando se abordó la labor de cuidar a aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos o que requieren atención adicional. Este fenómeno no sólo se observa en el ámbito doméstico, sino también en instituciones como residencias para adultos mayores, guarderías, orfanatos, hospitales, y albergues. La necesidad de cuidados, que todos experimentamos en algún momento de nuestra vida, evidencia una paradoja: no todos participamos por igual en esta tarea. Esta desigualdad genera tensiones y conflictos originados por la distribución inequitativa de recursos, derechos y obligaciones en la labor de cuidar y ser cuidados.

Desde las perspectivas feministas, se empezó a discutir críticamente el papel del cuidado en la sociedad. Se introdujo el concepto de “irresponsabilidad privilegiada”, que hace referencia al conjunto de prácticas en las que algunas personas, o incluso instituciones, logran excusarse de las responsabilidades de cuidado porque se consideran ocupadas con tareas “más importantes” (Ausín y Triviño, 2022, p. 164). Esta idea desafía la concepción de que el cuidado es una actividad universal, pues no todos se ven igualmente obligados a participar en ella.

En nuestra experiencia etnográfica en municipios del Soconusco, los Valles Centrales de Tuxtla Gutiérrez y la región fronteriza del estado de Chiapas, México, encontramos que la responsabilidad del cuidado recae, predominantemente, sobre las mujeres. Esta distribución desigual de tareas está profundamente arraigada en una cultura patriarcal que perpetúa la división sexual del trabajo y una organización social injusta en la que las mujeres siguen siendo las principales cuidadoras.

El testimonio de Beatriz ilustra claramente esta realidad. Ella es una mujer jubilada, tras treinta años como docente, que crió tres hijas junto a su esposo, Julio.

Mi esposo nunca ha compartido las tareas del hogar y menos las labores de la crianza de nuestras hijas. Si al menos me hubiera ayudado, muchas cosas estuvieran mejor y tuviéramos una mejor relación. Así es que yo andaba de arriba para abajo, todo el tiempo en las carreras para llegar a tiempo a mi trabajo en la secundaria [donde dio clases], alistando a las niñas para la escuela, preparando el lunch y, por las noches, el trajín de la casa: preparar alimentos, aseo de los espacios, preparar la comida para el día siguiente, servirla, limpiar los platos, meter la ropa a la lavadora los sábados; ir al mercado los domingos y comprar la comida de toda la semana, planchar, eventualmente remendar (coser botones, sobre todo de los uniformes escolares de las niñas), acomodar la ropa… ¡Ufff!, nomás de contártelo ahora, me canso nuevamente. Mira que acababa muy agotada, sobre todo cuando las niñas eran pequeñas. Tenía que apoyarme en mi tía Ofelia o en mi prima Edith para que a veces cuidaran a alguna de las niñas, pues si enfermaba no me la recibían en la guardería. O sea, antes de ir a mi trabajo pasaba repartiendo: unas a la escuela y la otra a casa de Edith o mi tía, y luego al trabajo. Hasta que logré encontrar a Mary [empleada doméstica] pude respirar un poco, o mucho. Ella fue una gran ayuda, una buena nana de mis hijas y un gran apoyo en la casa […].

Julio, normalmente, desde entonces hasta hoy día, sólo se ha dedicado a los pagos de servicios, o a inventar mandados para andar en la calle. Sale en su camioneta y vuelve tarde con el pretexto de que fue a pagar el agua, la luz […] y si era viernes o sábado volvía hasta la noche con aliento alcohólico. Al principio le reclamaba porque no me ayudaba en nada y teníamos muchos pleitos; finalmente opté por no decirle más porque no servía de nada. Me acostumbré a que es el macho y el “hombre de la casa” porque así lo ha dicho siempre (Diario de campo. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, noviembre de 2023).

El caso de Beatriz pone en evidencia cómo, en nuestra cultura, la responsabilidad del cuidado sigue siendo principalmente una cuestión doméstica, lo que impide alcanzar una equidad real. Se considera que la responsabilidad por el bienestar recae sobre las familias, y especialmente sobre las mujeres, a través de redes familiares. Cuando no es posible cumplir con esta carga, y si existen recursos económicos, se recurre a la contratación de trabajadoras remuneradas —generalmente mujeres— para cubrir las necesidades de cuidado, ya sea de personas dependientes o de las tareas domésticas. Esto sucede principalmente cuando se ve como inviable acceder a los servicios formales de cuidado.

La lógica de acumulación capitalista desvaloriza las actividades que no se asocian directamente al intercambio “trabajo-salario”, lo que lleva a que se perciban como una pérdida de tiempo. De esta manera, se invisibiliza su aporte esencial a la reproducción de la vida productiva. En este sentido, el cuidado, especialmente cuando se refiere a la crianza o al cuidado de personas enfermas, se ha considerado históricamente como una responsabilidad femenina. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿es el cuidado una obligación exclusivamente femenina?

La respuesta a esta interrogante no es trivial. Aunque en principio no debería ser así, la realidad, como indican los datos de onu Mujeres (febrero de 2024), muestra que las mujeres asumen una carga desproporcionada de trabajo no remunerado a nivel global.2 Esta distribución desigual del trabajo de cuidados es una de las causas más profundas del desempoderamiento económico y social de las mujeres.

Cultural e históricamente, este desequilibrio ha sido legitimado, alimentado por una ideología maternalista que presenta a las mujeres como las encargadas naturales del cuidado, gracias a su “capacidad innata” para llevar a cabo estas tareas con amor y ternura. Nancy Scheper-Hughes (1997, p. 26) desafía esta concepción al afirmar: “El amor materno no es un amor natural; representa más bien una matriz de imágenes, significados, prácticas y sentimientos que siempre son social y culturalmente producidos”. El cuidado, entonces, no es un atributo natural, sino una construcción cultural y social. En este contexto, la “irresponsabilidad privilegiada” del esposo de Beatriz se entiende a través de una carga ideológica que considera el cuidado como una obligación exclusiva de las mujeres.

El reto radica en desafiar este discurso estático y centrarnos en los análisis que subrayan la sostenibilidad de la vida, cuestionando las estructuras rígidas y binarias que aún guían nuestra comprensión de los cuidados. Este enfoque debería incluir una revisión de las emociones y de las formas en que la sociedad organiza el cuidado, para avanzar hacia una concepción más justa y equitativa de este trabajo fundamental.

Prácticas de cuidado en contextos desiguales

En el entramado social de América Latina, donde las brechas de desigualdad son profundas y palpables, la reproducción de la vida se presenta como un desafío. La precariedad económica y social de vastos sectores de la población marca la cotidianidad, y es dentro de estas condiciones donde surge la figura de la “dependencia”. En los grupos familiares, esta condición conlleva reconfiguraciones vitales, y las mujeres, quienes históricamente se han visto asignadas a la tarea de cuidar, son las más afectadas. Las políticas públicas, con sus enfoques familistas y maternalistas, refuerzan esta asignación, viéndolas como las encargadas naturales del trabajo doméstico y de cuidado (Faur y Pereyra, 2018).

La organización familiar, entonces, se ve obligada a adaptarse cuando las circunstancias exigen que las mujeres salgan del espacio doméstico e ingresen al mercado laboral para paliar la situación de precariedad económica que afecta a muchas familias. De este modo, ya no pueden dedicarse por completo al cuidado de los dependientes, lo que genera una creciente desigualdad de género, reflejada en lo que se conoce como las dobles jornadas: cumplir con el trabajo remunerado y seguir siendo responsables del cuidado en el hogar. Beatriz, cuyo relato nos da un ejemplo claro, ilustra cómo muchas mujeres enfrentan esta carga. O, en su defecto, deben recurrir a la colaboración de redes familiares —hermanas, tías, abuelas o vecinas—, para poder hacer frente a las demandas del cuidado.

Cuando no es posible contar con estas redes, o los recursos económicos lo permiten, algunas familias optan por buscar atención en una institucionalidad pública que, en muchas ocasiones, está debilitada o ausente. Alternativamente, recurren a servicios privados, donde a menudo el personal contratado para el cuidado son otras mujeres. Esto se traduce en una especie de intercambio de labores de cuidado, como se muestra en la fotografía siguiente.

Barrio Prosperitat, Barcelona

Fotografía 2. Barrio Prosperitat, Barcelona.
Crédito: Rivera, octubre de 2015. Mujer hondureña en la calle con adulta mayor de Barcelona.

A nivel internacional, las discusiones sobre los cuidados han ganado protagonismo, especialmente al abordar lo que se ha denominado la “crisis de cuidados” (Benería, 2018). Esta crisis no sólo pone en evidencia las desigualdades en países periféricos, donde la institucionalidad pública enfrenta serias dificultades para brindar atención adecuada, sino que también revela disparidades económicas, de género, educativas y culturales (Batthyány, 2021). En muchos casos, los avances hacia el reconocimiento formal del derecho al cuidado son aún lentos, evidenciando la necesidad urgente de repensar cómo se distribuyen las responsabilidades del cuidado.

Un ejemplo de esta crisis es la migración de mujeres latinoamericanas a Europa para trabajar en el sector de cuidados. Investigaciones realizadas entre 2015 y 2016 (Rivera, 2016) mostraron que muchas mujeres de Honduras emigran a Cataluña (España) y al norte de Italia, buscando trabajo como cuidadoras de personas mayores, jubiladas o enfermas. Este fenómeno surge cuando las familias no pueden asumir los costos de residencias geriátricas ni hacerse cargo del cuidado de sus propios familiares.

La historia de estas mujeres migrantes es crucial para entender cómo el tema del cuidado, incluso en países como España, se ha reducido a una responsabilidad privada y familiar. Las mujeres migrantes, muchas de ellas latinoamericanas, se convierten en “empleadas domésticas y cuidadoras de por vida”, como señala Escrivá (citado en Centre d´Estudis Sociológics…, 2011), debido a la falta de movilidad social dentro de un mercado laboral que las segrega y las limita a trabajos de cuidados y servicios domésticos, sin perspectivas de avance. Como se observa en la siguiente fotografía, estas cuidadoras migrantes se enfrentan no sólo al desafío de cuidar a personas ajenas, sino también a la angustia de estar lejos de sus propios hogares, con sus familias, esperando el apoyo económico que ellas proporcionan desde la distancia.

Mujer acompañando a adulta mayor

Fotografía 3. Mujer latinoamericana acompañando a adulta mayor en avenida de Barcelona.
Crédito: Rivera, agosto de 2015.

Este fenómeno de la “transferencia de los cuidados” es particularmente complejo. Al migrar para cuidar a otros, estas mujeres reconfiguran su propia organización familiar, estableciendo nuevas formas de cuidado a distancia. Aunque este trabajo implica sacrificios y un fuerte desapego emocional, también se convierte en una manera de proveer y mantener a sus familias, haciendo posible la reproducción de vidas que siguen siendo, a pesar de la distancia, el motor que impulsa sus decisiones.

Reflexiones finales: el cuidado desde una perspectiva ético-política

A partir de lo expuesto, surge con urgencia la necesidad de replantear la noción de cuidado, no sólo desde las perspectivas políticas, económicas o médico-biológicas, sino también desde su dimensión humano-cultural y relacional. La interdependencia, lejos de ser un inconveniente, constituye un rasgo definitorio de nuestra existencia. Sin embargo, el énfasis excesivo en la normalización, relacionado con los intensos procesos de medicalización y el aumento de políticas sanitarias, termina por invisibilizar a aquellos sectores de la población que no cumplen con los estándares establecidos, dejándolos a menudo relegados al aislamiento de la intimidad familiar.

Es por esto que resulta imperativo incorporar una perspectiva ético-política en el análisis del cuidado, para proponer acciones alternativas que permitan ver el cuidado no sólo en su dimensión productiva y remunerada, como un simple producto capitalizable, sino también en su vertiente reproductiva y no remunerada. Esta última, más allá de las cifras, refleja los conflictos cotidianos que enfrentan las familias, especialmente las mujeres, al intentar organizar el hogar y conciliarlo con las exigencias del trabajo remunerado.

No basta con visibilizar las prácticas de cuidado que se llevan a cabo dentro de los grupos familiares, predominantemente orquestadas por mujeres. Es esencial también reconocer cómo estas prácticas responden a una organización social y política basada en desigualdades de género y en las disparidades en la posesión de capital económico, político y social. El verdadero desafío radica en intervenir en el fortalecimiento de políticas públicas que no sólo reconozcan estas realidades, sino que también propongan un sistema de cuidados que ayude a mitigar esas desigualdades, recuperando la dimensión humana del cuidado: la vulnerabilidad corporal y la necesidad de atención.

Este enfoque debe entender que la vulnerabilidad y las diversas formas de dependencia no son males a erradicar, sino aspectos inherentes a nuestra naturaleza humana. La posibilidad de experimentar el envejecimiento, la enfermedad, la discapacidad, la infancia e incluso la muerte debe ser abordada desde un sentido colectivo, buscando que estas experiencias sean vividas con dignidad. Por lo tanto, adoptar una perspectiva ético-política del cuidado implica no sólo comprender la necesidad de responder por otros en un acto de ayuda y protección mutua, sino también exigir la transformación de las relaciones de poder que estructuran nuestra sociedad. Esto debe llevarnos a un modelo de organización menos excluyente, donde no sólo ciertas personas o instituciones se encarguen del cuidado, sino que toda la población asuma con responsabilidad la tarea de sostener la vida en las mejores condiciones posibles.

Referencias

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  • Ausín Díez, T. y R. Triviño Caballero (2022). Responsabilidad por los cuidados. Bajo Palabra, (30), 155-174. https://doi.org/10.15366/bp2022.30.008.
  • Batthyány, K. (2021). Políticas del cuidado. clacso, Casa Abierta al Tiempo.
  • Benería, L. (2018). Crisis de los cuidados: migración internacional y políticas públicas. En C. Carrasco, C. Borderías y T. Torns, Trabajo de cuidados. Historia, teoría y políticas (pp. 359-389). Ed. Catarana, Economía crítica y ecologismo social.
  • Faur, E. y Pereyra, F. (2018) “Gramáticas del cuidado”. En J. I. Piovani y A. Salvia, La Argentina del siglo xxi (pp. 495-532). Siglo xxi editores.
  • Centre d´Estudis Sociológics sobre la Vida Quotidiana i el Treball (2011). Trayectorias laborales de los inmigrantes en España. uab, quit, Obra Social “la Caixa”.
  • onu Mujeres (2024, febrero). Datos y cifras: emporamiento económico. Unwomen.org. Disponible en: https://www.unwomen.org/es/que-hacemos/empoderamiento-economico/hechos-y-cifras.
  • Rivera Farfán, C. (2016). Mujeres hondureñas en Cataluña. La emergencia de una ruta migratoria alterna y el trabajo de cuidados. Series Working Paper, quit, Universidad Autónoma de Barcelona.
  • Scheper-Hugues, N. (1997). La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil. Ediciones Ariel.
  • Sembler, C. (2019). Políticas de la vulnerabilidad. Cuerpo y luchas sociales en la teoría social contemporánea. Athenea Digital, 19(3), e2487. https://doi.org/10.5565/re/athenea.2487.
  • Wilson, J. y J. Choy-Gómez (2020, 16 de diciembre). ¿Migrar con sana distancia? Nexos. Disponible en: https://migracion.nexos.com.mx/2020/12/migrar-con-sana-distancia/.


Recepción: 2024/02/19. Aceptación: 2025/03/18. Publicación: 2025/05/05.

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Revista Digital Universitaria Publicación bimestral Vol. 18, Núm. 6julio-agosto 2017 ISSN: 1607 - 6079